martes, 10 de diciembre de 2013

LAURA GUZMAN

Al marido de Laura Guzmán le gustaba que su recámara diera a la calle. Era un hombre de costumbres cuidadosas y horarios pertinen-tes que se dormía poco después de las nueve y se levantaba poco antes de las seis. Nada más era poner la cabeza sobre la almohada y trasladar su inconsciente a un sitio en el que permanecía mudo durante toda la noche, porque si de algo se jactaba aquel hombre era de no cansar su ocupada mollera con el desenfreno de los sueños. Jamás en su vida había soñado, y tenía la certidumbre de que jamás pasaría por su vida tan insana sorpresa. Despertaba un poco antes de las seis y se volvía hacia el despertador suizo que todas las noches colocaba con precisión:
 -Te gané otra vez -le decía, orgulloso del mecanismo interior que su madre le había instalado en el cuerpo.
(...)
Al contrario de su marido, ella era una desvelada de oficio. Le gus-taba darse quehaceres cuando la casa por fin estaba quieta, ir y venir del sótano a la cocina, de la cocina al costurero y de ahí a la despensa en donde todas las noches escribía un diario minucioso de lo que le iba pasando por la vida. Había llevado una serie de cuadernos que guardaba junto a los libros de cocina al terminar el rito de cada jornada.
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Laura tenía sobre los tímpanos el agudo grito de un borracho en la madrugada que no podía olvidar: "Ay Diooos Mííío". La voz de aquel hombre se le metió entre sueño y sueño como la más ardiente pesadilla. Era una voz chillona, desesperada y furibunda. La voz de un in-feliz harto de serlo que cuando llama a Dios lo insulta, lo maldice, le reclama. A la tía Laura le daba miedo aquel recuerdo: miedo y éxtasis. "¡ Ay Diooos Mííío". Sonaba en su cabeza y sentía vergüenza, porque aquel sonido le producía un placer inaudito.
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De entre los variados problemas que le daba aquel matrimonio de conveniencia, uno de los peores era recibir elogios en público. Su marido era experto en eso. Podía pasar semanas lejos, visitando negocios o mujeres más ordenadas, podía vivir en su casa un día tras otro sin hablar mayor cosa, mudo de la cama al comedor y del comedor a la oficina.
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El cónyuge de la tía estaba tan encantado con aquel negocio, que esa noche exageró las virtudes de su mujer. Con gran paciencia ella escuchó el recuento de sus cualidades cristianas y en algunos momentos hasta le resultó agradable saber que su marido se daba cuenta de lo generosa que ella era en el trato con los demás, de la devoción infinita con que acudía a la misa obligatoria y del tiempo que dedicaba a las obras de caridad.
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