jueves, 6 de marzo de 2014

CARMINA



   Cuando yo era una niña, vivía con mis padres en Pumarín (Oviedo). Teníamos una vecina, viuda, con tres hijos, dos mujeres y un varón, se llamaba Carmina; desde mis siete u ocho años me parecía muy vieja a pesar de llevar el pelo teñido y los labios muy pintados.

   Carmina había nacido en Luanco, y por cosas de la vida y de la guerra, recaló y se afincó en Oviedo.

   Hace tiempo que las líneas de su rostro se borraron de mi memoria, pero recuerdo muchos detalles de sus quehaceres más habituales. Tenía un bastidor cuadrado, de pie alto, de forma que trabajaba con él sin tener que sentarse; a mí me llamaba mucho la atención ver cómo tramaba y bordaba los visillos con los que adornaba su casa, pero sobre todo era el olor y el sabor de las marañuelas que me hacía subir a visitarla; por aquel entonces yo tenía un sexto sentido para sorprenderla con las manos en la masa, y, mientras rallaba limón y amasaba me contaba cómo era el pueblo donde había nacido y crecido:


-Cuéntame algo, Carmina.

-Sí, pero estate ahí quietina y no toques nada.

-Vale.


   Luanco es una villa, no muy grande, acurrucada a la vera de la mar, cerca del Cabo Peñas; el más grande de Asturias; casi todas sus casas son pequeñas, de un piso o dos, ¡Como ésta! Pero también las hay mejores, grandes y hermosas. Esas están en la plaza.

   Allí casi todos viven de la pesca. Mi padre era el patrón de una lancha La Virgen de los Remedios, ¡nunca se me olvidará! y con él trabajaban otros cinco marineros. Muchas noches salían a la merluza y allá en la mar, lejos de la costa, pasaban las horas bajo las estrellas y no regresaban a puerto hasta la madrugada. Me parece ver llegar a mi padre con su boina negra y su ropa de mahón; mi madre y yo salíamos a la puerta y por la expresión de su cara ya sabíamos cómo había ido la faena.

   Cerca del pueblo -a uno o dos kilómetros- la gente vivía de la tierra, era muy normal ver a una neña o a un neñu en un prado cuidando unes vaquines o a un paisano arando, sembrando o segando y entonando una canción; pero para los de Luanco esos eran aldeanos.

   ¡Y si vieras, qué iglesia! ¡Preciosa! Allí, en el saliente de la bahía, donde rompen las olas formando encajes de espuma, allí está ella enclavada, como una nao serena, fuerte y hermosa desafiando a la mar. ¡Cuánto rezamos allí cuando había galerna!

Con toda nuestra fe, allí nos reuníamos mujeres, neños y viejos a rogar para que las lanchas volvieran con todos sanos y salvos. Y hay quien dice que las sardinas son baratas ¡Dios santo!

   Y cuando la costera del bonito, ¡Cuánto trabajé en la fábrica!, yo y todes les rapaces de la mi edad y otras mujeres mayores, para poder llevar unes perruques para casa, después no había quién sacara el olor del cuerpo.

   Tuve un novio. Los padres tenían tierras, no serían muchas, porque penurias pasaban, y en mi casa me decían:

-¿Qué ye, mona, que vas a conformate con un aldeanu y probe?

El casu fue que el rapaz decidió marchar para Cuba, y con él el mozu de la mi amiga Concha.

-¿Y qué pasó? ¿Volvió ricu?

-¡Ay fillina! Marchar, marchaben, lo de cómo volvíen ye otru cantar. Algunos -¡pocos!- sí,volvíen, con buenes perres, e hicieron unes cases precioses, con jardín y hasta palmeres, para que nos enterásemos y no se nos olvidase. Otros volvíen sin nada, como decía la gente: A esi cayoi la maleta al agua. Y otros, bueno… quedaron por allá, no aguantaron el calor y la pena y no tuvieron dinero pa volver.

-Carmina, ¿El tu mozu volvió?.

-¡Esi cabrón! Enamorose de una negrina y quedó por allá. ¡Mejor!

Yo ya tenía otru…

   Hace poco tiempo, una tarde de verano, fuimos por la zona de Avilés y recalamos en Luanco. ¿Dónde estaba aquél pueblín pesqueru?, ¿Dónde las fábricas de pescado? Todo eran chalets, edificios de varios pisos, gente bien vestida paseando, la playa atestada de gente tomando el sol y bañándose. Vi prosperidad, dispendio y hasta tontura.

   Carmina no reconocería su pueblo si hoy volviera. Sólo la iglesia sigue igual, allí en el extremo, mirando al mar como siempre, viendo pasar el tiempo, las generaciones, las modas, la penuria y la abundancia y arropando entre sus muros a quienes vayan a implorar o rogar por sus más íntimos anhelos o por sus seres más queridos.
Fdo: Nieves del Campo, maestra jubilada de Villaviciosa

LA HISTORIA DE MI ABUELA



                Voy a contar la historia de mi abuela. No es una historia feliz (¡cuánto me gustaría que fuera asi¡), sino la que refleja una vida dura y cruel. Como me gusta mucho leer y escribo cosas relacionadas con la historia, me paro a pensar en ella y no puedo evitar que me salten las lágrimas: ¡Dios mío, cómo pudo ocurrir esto en mi propia familia¡.

     Cuando oigo hablar sobre la guerra civil a gentes que no tienen ni idea de lo sucedido, pienso que quienes deberían contarlo son quienes lo sufrieron en sus propias carnes; pero estos no lo hacen porque todavía conservan el miedo metido en sus carnes. Así que los que charlan y charlan solo para lucirse a ganar dinero me dan pena. ¡Si pudieran quitar los sufrimientos de aquellos pobres seres como mi abuela¡ Y eso que lo que nos pasó a nosotros fue una minucia comparado con lo acontecido en otras familias.

            Esta mujer de la que os hablo nació en el seno de una familia muy pobre allá por el año 1893. Después nacieron sus tres hermanas. Al poco de llegar la última, murió la madre y quedaron al cuidado de su padre, que ya estaba muy enfermo de un mal para el que entonces no tenían nombre y que, calculo, era un trastorno mental grave.

       Lecinia, que era la primera de las hermanas, con siete u ocho añitos, tuvo que hacerse cargo de todos. Vivían en una aldea de pobres alrededor del campo y de un ganado también paupérrimo. Trabajaba en el campo y lavaba y cosía ropa para ella y para los vecinos. Jamás dispuso de tiempo para charlar con sus amigas o para descansar, y todo lo hacía a cambio de un poco de comida para ella y las hermanas.

      Pasó el tiempo, y comenzó a ayudarla en todas las tareas la hermana que la seguía en edad: Melania… y después Delfina y luego Carmen. Todas se afanaban en las tareas agrícolas a cambio de la comida que, muchas veces, consistía en un tazón de caldo, porque para más nadie tenía.

    Más adelante se hicieron carboneras. Tenían que levantarse a las cuatro de la madrugada, residían lejos del trabajo y  pasaban en los desplazamientos miedo, frío y hambre. Como no había reloj en su casa, se turnaban para no dormirse, y, si llegaban al trabajo más pronto que los demás, se acurrucaban al lado de un tronco de árbol hasta que llegase la hora del turno.

       Aquellos mandamases, como ellas decían, las trataban como a esclavas: las obligaban a arrodillarse para atarles los cordones de las botas y no puedo contar otras cosas que les hacían porque todavía me avergüenzo y, además, os las podéis imaginar.

      Pasados unos años, Lecinia conoció a un joven y se casaron. En 1920, nació su primer hijo llamado José. Pasó un año de felicidad; pero, pronto, se vio truncada por el nacimiento de otro hijo… y otro… y así hasta completar la bonita suma de seis. El marido enfermó y se murió dejándola atascada de deudas y sin, ni siquiera, una miserable pensión ( por entonces no había pagas cuando se moría de enfermedad).

            Tuvo que volver adonde  sus hermanas. Se casó Delfina, y, un día que estaba trabajando en la huerta, la llamaron para decirle que su marido acababa de matarse en la mina. A Melania, por esta circunstancia, le quedaron trece duros de pensión. Como Lecinia tenía un carácter fuerte, para no ver morir a sus seis hijos de hambre, abrió un chigre y trabajó en él duramente: madrugaba para recorrer siete u ocho kilómetros por una cuesta insufrible y así aportar al bar los litros de bebidas. Todo lo cargaba ella, ya que no disponía de ningún medio de transporte y ni siquiera había carreteras. Pronto, su primogénito José tuvo que ponerse a trabajar como carbonero y no paraba de llorar de impotencia, cuando no podía levantar las cargas que le encomendaban y cuando creía que se congelaba de frío.

            En julio de 1936, estalló la guerra civil en España y a José que, por entonces, tenía dieciocho años, lo sacaron un día de la cama, en medio de una enfermedad, sin que valiesen las súplicas de su madre en demanda de que esperasen a su recuperación. Estuvo tres años fuera padeciendo mil sufrimientos.

            Lecinia siguió con el chigre. Un día llegó la orden de que tenían que cerrar a las diez de la noche y ella la cumplía a diario. Pero una noche, alrededor de las doce, llamaron a la puerta y, como no abriera, gritándoles a los de afuera que tenía una orden expresa que se lo impedía, se la echaron abajo fusil en ristre e irrumpieron en el recinto unos señoritos con pistolas, totalmente borrachos, deseosos de juerga y chanza. Lecinia se encaró con ellos y los amenazó: si tocaban un pelo de cualquiera de sus hijos sería capaz de sacarles los ojos. El más canalla de aquella partida quiso abusar de ella y recibió un escupitajo en la cara. Le dieron tal paliza que la tuvieron que dejar por muerta… a sus pies los niños lloraban sin consuelo y suplicaban para que no la matasen. Cuando se recuperó, pensó en denunciar a aquellos salvajes, sabía perfectamente quiénes eran (y yo que ahora escribo también lo sé), pero no quiso sembrar de odio el corazón de sus hijos y se guardó las ansias de venganza. Aparte de que no había autoridad que tomase cartas en el asunto cuando se trataba de lobos de la misma manada.

            Esta mujer tan guapa que sabía leer y escribir y hasta comprendía el francés jamás disfrutó de pensión alguna y regentó el chigre hasta la hora de su muerte. Murió a los ochenta y cinco años, tal como había nacido: pobre y con la cabeza muy alta, atendida por sus hijos y por sus nueras. Ya en el lecho de muerte, me dijo, cogiendo mi mano: “nunca consientas, ahora que cambiaron los tiempos y que te puedes defender, que nadie pisotee tus derechos como mujer. Lucha para que las mujeres dejen de ser meros instrumentos al servicio de los hombres. Nunca te fíes de un hombre ni cuando lo veas llorar… dicen que un cocodrilo lloraba y no sabían el porqué y el caso es que lo hacía por no comer a su mujer”. 


Fdo: Su nieta Queta (Socia de San Martín del Rey Aurelia. Sotrondio.
Una historia conmovedora, gracias!!!

lunes, 3 de marzo de 2014

MI PRIMER VIAJE EN TREN




  Corría el año 1941, 1942, por aquel entonces sólo había a Oviedo tres trenes, y otros tantos en dirección contraria…


  Los críos que por esa época solíamos ser un montón.


 Cuando cuadraba que pasaba algún tren, corríamos como locos para verlos. Algunas veces un maquinista amble hacía sonar el silbato tres o cuatro ves y el  “guirigay” que se armaba no tiene nombre, nos abrazábamos uno a otros como si llegaran los marcianos.


Aquel  tuve la mala suerte de tropezarme con un perro que tenía la rabia, y que no fue una caricia precisamente, lo que me ocasionó. Fuimos al médico que me cosió el desaguisado, pero teníamos que ir a Oviedo A LA GOTA DE LECHE, para hacerme unos análisis,  y darme el tratamiento correspondiente, y por esa circunstancia hice mi primer VIAJE EN TREN.



La emoción que sentí al pisar los peldaños…No sé expresarla me latía el corazón como loco, sentí que me ponía rígida que las piernas no podría moverlas.

   Fui con mi padrino, por aquel entonces tendría 20 años (y al no ser de pueble entendería mucho) mi madre no pudo acompañarme, por circunstancias que no vienen al caso.
   Me sentó a su lado en el tren, cuando este se puso en marcha yo entendía lo que ocurría. Las cosas corrían, los arboles parecía que se pusieran locos corriendo desenfrenados para llegar los primeros a la meta.
    ¿Cómo no podría levantarme a mirar?
Y empezó la guerra con mi padrino

   Él que te sientes-yo a los dos minutos de pie otra vez.
  Después de unas cuantas veces con la misma historia, un hombre entrado en años muy enfadado le dijo- ¡Carajo! Deja que lo vea.
   Dejar, si me dejó pero a la primera ocasión que tuvo, me arreo un pellizco de los que aquí te espero…!

Y EMPEZÓ LA GUERRA OTRA VEZ…

En la GOTA DE LECHE… Otra vez metí la pata, el médico que me atendió me dio unos caramelos y me dijo:
.- ¿Te duele?
.- Un poco
.- Que mala suerte que te mordiera un perro
.- Yo estoy bien contenta sino, no me monto en tren nunca.
   Todos se rieron menos mi padrino que me pegó otro coscorrón, y la recomendación de no decir ni media palabra a nadie mientras no llegara a casa.
   ¿Cuándo le pregunte por qué? Me dijo por “cateta”.

   Fui todo el tiempo esperando el siguiente…años después me aclare que en los tiempos que corrían…el ser de pueblín tenía sus riesgos.

Escrito por Ana (socia de Pola de Siero). 
Un besín para todos los grupos.

MI VESTIDO DE COMUNIÓN

Mi familia eramos mi madre, mi hermana y yo Isabel (socia de Morcín). A mi padre lo mataron al terminar la Guerra. Mi madre era  modista y así salimos adelante, consiendo con ella ya desde niñas.

Cuando llegó el momento de hacer la comunión, y todas mis amigas iban de blanco...estos trajes eran muy caros, y nosotras no podiamos pagarlo, entonces mi madre lo vió en algún sitió y nos lo hizó de "Niño Jesús".

El género era de raso y costaba mucho menos. Mi tío Jesús nos hizo la corona con alambre fuerte, la cruz de madera nos la hizo el carpintero, las sandalias las hicimos en casa, con una suela y cinta de retorta, luego lo pintamos con purpurina dorada y quedó presciosa, y nos pusieron rizos como al "Niño Jesús".
   Nosotras fuimas las primeras, estabamos muy contentas, luego ya hubo más niñas que vestieron este mismo diseño de traje.
¡Que historia más bonita!, que emocionante!!
Gracias Maribel!!