Voy a contar la
historia de mi abuela. No es una historia feliz (¡cuánto me gustaría que fuera
asi¡), sino la que refleja una vida dura y cruel. Como me gusta mucho leer y
escribo cosas relacionadas con la historia, me paro a pensar en ella y no puedo
evitar que me salten las lágrimas: ¡Dios mío, cómo pudo ocurrir esto en mi
propia familia¡.
Cuando oigo hablar sobre la guerra
civil a gentes que no tienen ni idea de lo sucedido, pienso que quienes
deberían contarlo son quienes lo sufrieron en sus propias carnes; pero estos no
lo hacen porque todavía conservan el miedo metido en sus carnes. Así que los
que charlan y charlan solo para lucirse a ganar dinero me dan pena. ¡Si
pudieran quitar los sufrimientos de aquellos pobres seres como mi abuela¡ Y eso
que lo que nos pasó a nosotros fue una minucia comparado con lo acontecido en
otras familias.
Esta mujer de la que os hablo nació
en el seno de una familia muy pobre allá por el año 1893. Después nacieron sus
tres hermanas. Al poco de llegar la última, murió la madre y quedaron al
cuidado de su padre, que ya estaba muy enfermo de un mal para el que entonces
no tenían nombre y que, calculo, era un trastorno mental grave.
Lecinia, que era la primera de las
hermanas, con siete u ocho añitos, tuvo que hacerse cargo de todos. Vivían en
una aldea de pobres alrededor del campo y de un ganado también paupérrimo.
Trabajaba en el campo y lavaba y cosía ropa para ella y para los vecinos. Jamás
dispuso de tiempo para charlar con sus amigas o para descansar, y todo lo hacía
a cambio de un poco de comida para ella y las hermanas.
Pasó el tiempo, y comenzó a ayudarla
en todas las tareas la hermana que la seguía en edad: Melania… y después Delfina
y luego Carmen. Todas se afanaban en las tareas agrícolas a cambio de la comida
que, muchas veces, consistía en un tazón de caldo, porque para más nadie tenía.
Más adelante se hicieron carboneras.
Tenían que levantarse a las cuatro de la madrugada, residían lejos del trabajo
y pasaban en los desplazamientos miedo,
frío y hambre. Como no había reloj en su casa, se turnaban para no dormirse, y,
si llegaban al trabajo más pronto que los demás, se acurrucaban al lado de un
tronco de árbol hasta que llegase la hora del turno.
Aquellos mandamases, como ellas
decían, las trataban como a esclavas: las obligaban a arrodillarse para atarles
los cordones de las botas y no puedo contar otras cosas que les hacían porque
todavía me avergüenzo y, además, os las podéis imaginar.
Pasados unos años, Lecinia conoció a
un joven y se casaron. En 1920, nació su primer hijo llamado José. Pasó un año
de felicidad; pero, pronto, se vio truncada por el nacimiento de otro hijo… y
otro… y así hasta completar la bonita suma de seis. El marido enfermó y se
murió dejándola atascada de deudas y sin, ni siquiera, una miserable pensión (
por entonces no había pagas cuando se moría de enfermedad).
Tuvo que volver adonde sus hermanas. Se casó Delfina, y, un día que
estaba trabajando en la huerta, la llamaron para decirle que su marido acababa
de matarse en la mina. A Melania, por esta circunstancia, le quedaron trece
duros de pensión. Como Lecinia tenía un carácter fuerte, para no ver morir a
sus seis hijos de hambre, abrió un chigre y trabajó en él duramente: madrugaba
para recorrer siete u ocho kilómetros por una cuesta insufrible y así aportar al
bar los litros de bebidas. Todo lo cargaba ella, ya que no disponía de ningún
medio de transporte y ni siquiera había carreteras. Pronto, su primogénito José
tuvo que ponerse a trabajar como carbonero y no paraba de llorar de impotencia,
cuando no podía levantar las cargas que le encomendaban y cuando creía que se
congelaba de frío.
En julio de 1936, estalló la guerra
civil en España y a José que, por entonces, tenía dieciocho años, lo sacaron un
día de la cama, en medio de una enfermedad, sin que valiesen las súplicas de su
madre en demanda de que esperasen a su recuperación. Estuvo tres años fuera
padeciendo mil sufrimientos.
Lecinia siguió con el chigre. Un día
llegó la orden de que tenían que cerrar a las diez de la noche y ella la
cumplía a diario. Pero una noche, alrededor de las doce, llamaron a la puerta
y, como no abriera, gritándoles a los de afuera que tenía una orden expresa que
se lo impedía, se la echaron abajo fusil en ristre e irrumpieron en el recinto
unos señoritos con pistolas, totalmente borrachos, deseosos de juerga y chanza.
Lecinia se encaró con ellos y los amenazó: si tocaban un pelo de cualquiera de
sus hijos sería capaz de sacarles los ojos. El más canalla de aquella partida
quiso abusar de ella y recibió un escupitajo en la cara. Le dieron tal paliza
que la tuvieron que dejar por muerta… a sus pies los niños lloraban sin
consuelo y suplicaban para que no la matasen. Cuando se recuperó, pensó en
denunciar a aquellos salvajes, sabía perfectamente quiénes eran (y yo que ahora
escribo también lo sé), pero no quiso sembrar de odio el corazón de sus hijos y
se guardó las ansias de venganza. Aparte de que no había autoridad que tomase
cartas en el asunto cuando se trataba de lobos de la misma manada.
Esta mujer tan guapa que sabía leer
y escribir y hasta comprendía el francés jamás disfrutó de pensión alguna y
regentó el chigre hasta la hora de su muerte. Murió a los ochenta y cinco años,
tal como había nacido: pobre y con la cabeza muy alta, atendida por sus hijos y
por sus nueras. Ya en el lecho de muerte, me dijo, cogiendo mi mano: “nunca
consientas, ahora que cambiaron los tiempos y que te puedes defender, que nadie
pisotee tus derechos como mujer. Lucha para que las mujeres dejen de ser meros
instrumentos al servicio de los hombres. Nunca te fíes de un hombre ni cuando
lo veas llorar… dicen que un cocodrilo lloraba y no sabían el porqué y el caso
es que lo hacía por no comer a su mujer”.
Fdo: Su nieta Queta (Socia de San Martín del Rey Aurelia. Sotrondio.
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