Este trabajo, actualmente casi
desaparecido, parece resurgir gracias a los museos y artesanos/as que nos
enseñan cómo era esta antigua labor. Pero había que verla a ella cómo pasaba
horas y horas en aquel telar tan rústico y tan extraordinario para mis ojos de
niña, que veían fascinados cómo , con la la lana de oveja y aquel armazón de
madera, mi abuela hacia aquellas mantas. Para mí era maravilloso, sobre todo
cuando nos dejaba devanar o enrollar la lana en aquel pala de “xabu” agujero
(que servía de canilla) y allí con un pequeño artilugio (un hierro con una
manivela), le dábamos vueltas para llenarla de lana, que luego se metía en una
especie de lancha (cómo nosotros los “guajes”, le llamábamos). Esta luego, la
iba tirando de un lado para otro en aquella trama de hilos, los cuales cambiaba
de posición (los de arriba para aquella trama de hilos, los cuales cambiaba de
posición (los de arriba para abajo y viceversa) mediante unos pedales, y otra
vez con la lanzadera seguía la trama, que posteriormente con una especie de
peina que estaba colgando, la traía hacia si y apretaba la labor. ¡Qué
maravilla era verla trabajar! Hoy todos, quién más y quién menos, estos telares
los conocéis, pero que distinto es verlo en eso museos a verlos en aquellas
épocas, ver a mi abuela aquellos duros inviernos trabajando en aquel “tenáu”
que estaba todo abierto por adelante y desde donde se veía nevar. El “tenáu”
era un pequeño cobertizo encima de la entrada para la cuadra, donde en una viga
había una argolla en la que se metía un poste, que luego abajo se encajaba en
una piedra que tenía un agujero. Este poste por los lados tenía una especie de
brazos de madera, y era aquí donde empezaba el proceso de fabricación. Bueno,
realmente empezaba cuando alguien llegaba con una caballería y encima de la albarda traía bien
atada una cesta (hecha de varas de “salguera”) donde iban las bolas o pelotas
de lana, que podían ser negras y blancas , siendo estas últimas las más
abundantes. Entonces en aquella especie de brazos ataba la lana y empezaban a
girar el poste y cada vuelta que daban venía a ser el largo de la manta, y así giraban hasta tener la cantidad de
hilos que daban la anchura de la manta, que solía ser poco más de un metro,
pues me acuerdo que iban pegadas luego por el centro. Después los tendía todos
en el telar. En el primer “travesañu” tenía una cantidad de hilos fijos, que
luego iba atando uno a uno aquellos que había preparado y los extendía en todo
el telar. Al otro lado del telar había otro travesaño, donde enrollaba los extremos
de los hilos para que quedaran tensos, luego los partía a la mitad para poner
uno sí y otro no en una trama que movía con los pies y era entonces cuando
iniciaba la labor lanzando aquella pequeña barca (como yo la llamaba), que no
era otra cosa más que la lanzadera.
Esto mi abuela lo hacía por el invierno,
pues las otras épocas del año tenían que trabajar las tierras, recoger la
cosecha, “andar a la yerba”, recoger las avellanas, las castañas y hacer las
mil y una faenas del campo y claro, cuando estaba nevando y no se podía hacer
otras cosas por fuera, ella se metía en aquel “tenáu” y se ponía a tejer. Allí
ella parecía feliz, pero los inviernos eran tan crudos, que aunque le llevaban
un caldero con brasa del fuego, las manos y los pies se le ponían negros del
frío. Pero ella era fuerte y así estuvo muchos años hasta que su salud empezó a
fallar y mi abuelo no tuvo otro remedio que romperle el telar para que ella se
cuidara. Pasado un tiempo lo vendieron a unos casinos, y hace unos años su
nieta Charo, los quiso recuperar pero no los encontró.
Luego de hechas las mantas, se tenían que
llevar hasta “El Tozu” (en Casu), al “feltrón”, un artilugio donde con agua
caliente, una especie de paletas golpeaban la manta para hacerla más tupida.
No sé donde estará el telar, pero en estos
momentos recordando a mi abuela, me parece que todavía la estoy viendo allí,
haciendo aquellas preciosas mantas de pura lana de oveja (que ella también
hilaba) y haciéndonos unos magníficos calcetines para todos (bueno, estos no
los hacía en el telar, los tejía a cinco agujas). Ver todo aquello para mí era
maravilloso.
Además el ir a Ladines era una odisea, pues
aunque donde yo vivía pasaba el tren, viajar en el tranvía de La Pola a Rioseco
era para mi una aventura tan grande, que luego en la escuela contaba las cosas
que pasaban: que si una vaca se paraba en medio de la vía y tenían que parar el
tranvía para apartarla. Como en “Comillera” paraba para tomar el agua (¡para
beber, como decíamos los guajes!) y como en la pequeña cuesta que habían en “San
Ginés” tenía muchas veces que dar marcha atrás y coger vapor para subirla, e
incluso tenía que hacer dos intentos!!. Todo eso para nosotros era una
aventura, y entonces una diversión, hoy sería un motivo más de protesta, pero
bueno, eran otros tiempos y la gente no andaba con tantas prisas.
Gracias abuelos por estos recuerdos de mi
niñez y gracias a vosotros que me dejáis contarlos.
Este
relato está escrito por Argelia Rodríguez “Pichi” socia de Sotrondio. El relato
fue publicado en la Revista “Fiestes de San Pedro de Ladines en 2011)
Gracias
Pichi!!
Me parece una historia preciosa.Me trae recuerdos de cuando yo iva a la aldea a casa de mis abuelos.Mi Tia Antonia también hacia calcetines de lana ,y mi tia Rosenda tenia un telar de esa características y también hacia mantas.Un beso para ti por ese precioso relato.RC.
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