De mis primeros tiempos de colegio tengo muy buenos
recuerdos. Parece que lo estoy viviendo y que fue hace poco tiempo, pero lo
cierto es que ya paso más de medio siglo.
Yo iba a un
colegio de monjas, con mi uniforme todo negro y un cuello duro blanco, en
invierno. Con una capa y una boina negra....parecíamos "las niñas de
luto".
Cuando
llegaba la primavera, nos ponían un "pichi" negro con una blusa
amarilla que ya nos hacía parecer niñas de verdad, no niñas tristes.
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Las monjas llevaban una
toca muy aparatosa, la llamaban avión. Era blanca como la nieve, tan almidonada
que a pesar de lo que sobresalía de la cabeza, se mantenía tiesa, tiesa. Se
ponían sobre el hábito, unos manguitos blancos, para no sacar brillo a la
tela. Eran increíblemente metódicas. Me maravillaba como todas tenían la
piel muy blanca y delicada. Parecían ángeles.
Mi primera profesora fue sor Teresa, una monja que
era muy cariñosa y con mucha paciencia para enseñarme las primeras letras. Cuando
mi madre me dejaba a la puerta, siempre salía para cogerme de la mano y
llevarme dentro de la clase. Solo lo hacía conmigo y siempre pensé que era porque
me tenía un cariño especial.
Más adelante con siete años, empecé con las
mayores, en esta ocasión era Sor Atanasia quien me daba clase. Era una gran
artista, lo mismo con los pinceles que con las labores, lo cual hacia que todas
las niñas practicáramos con desigual suerte nuestras tareas.
Recuerdo que teníamos una libreta de pastas duras
en las que pasábamos a limpio los trabajos de matemáticas, las copias de los
libros y los dictado corregidos, poniendo una rayita roja en las palabras
que habíamos fallado. Los dibujos los pintábamos con las pinturas de la marca
"Alpino" y solo nos dejaban llevar estas libretas en vacaciones para
que las vieran nuestros padres.
Cada semana, dependiendo de nuestro rendimiento
escolar y del comportamiento, nos premiaban con medalla, cordón o banda. Solo
una vez conseguí cordón. En cambio la lengua de trapo que nos ponían por
hablar, me toco con más frecuencia. Un día a la semana, nos ponían a escribir con pluma y tintero.
Cada día de
escritura tocaba a dos compañeras llenar y luego vaciar los tinteros y
repartir las plumas, de madera y con plumín. Ese día era maravilloso,
era hacer trabajo de mayores y eso hacía que me sintiera importante.
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